Stephan Zweig, vívido cronista del mundo del imperio austro-húngaro que quedó borrado por completo tras la primera guerra mundial, nos cuenta en su novela La piedad peligrosa la historia de un joven teniente austriaco, destinado a un pueblo en Hungría, un “estanque putrefacto de una guarnición de provincias”, que es invitado a una fiesta de la aristocrática familia Kekesfalva.
La situación de partida es el ritual del baile en pareja, como en un cuento de hadas decimonónico. A partir de un incidente en apariencia nimio, se pone en marcha la cadena de acontecimientos que, al igual que en una tragedia griega ambientada en una sociedad a punto de extinguirse, introduce al protagonista en un mundo al que no pertenece. Invita a bailar a la única hija del dueño de la casa sin darse cuenta de que es una inválida. Como en una Cenicienta invertida, no es la aspirante a princesa la que huye del castillo, sino el torpe galán que escapa como un fugitivo avergonzado al darse cuenta de su error. El teniente regala flores a la joven al día siguiente para enmendar su error y, llevado por la compasión y la lástima, no deshace el equívoco de la heredera que malinterpreta las intenciones de su galán a la fuerza. Cuando la piedad deja de ser una virtud para deslizarse hacia la compasión mal entendida se llega a la piedad peligrosa, pero es una lección que el protagonista aprende demasiado tarde.
Al igual que Viridiana, cuya pastosa caridad la lleva a ser golpeada y casi violada, el joven teniente se hunde en su piedad peligrosa, accede al mundo de la aristocracia rural húngara que no es el suyo, destruye con sus acciones aquello que quiere apuntalar y se pierde en un debate interno en el que cada “sí” dicho cuando quiere decir “no” le lleva a un camino sin retorno de un equívoco que se va ampliando por las esperanzas de curación de la muchacha. Como un héroe a la inversa, acaba perdiendo el honor al que aspiraba, aunque se convierta en un héroe de guerra aclamado por todos pero despreciado por sí mismo.
La novela comienza con una narración tan realista de la vida militar en una guarnición de provincias que roza el costumbrismo con detalles paródicos:
“Se sabe ya casi con la misma exactitud que el camarero Eugen a qué hora aparecerá en el café el señor juez, y que tomará asiento junto a la ventana del rincón izquierdo y a las cuatro y media en punto pedirá un café con leche mientras el señor notario llega a su vez exactamente diez minutos después a las cuatro y cuarenta y –bendita variación-, debido a su estómago delicado, toma un vaso de té con limón y cuenta los mismos chistes mientras fuma su eterno virginiano”.
Nos lleva después a la narración psicológica, a los debates internos del joven teniente, enredado en su tela de araña. Al final, la novela se vuelve alucinada, casi onírica, con el sonido de las muletas de la inválida retumbando en la cabeza del joven teniente y también en la del lector. El discurso deja de ser perfecto y estructurado y empieza a fluir a trompicones en un monólogo interior con interrogaciones, exclamaciones y visiones surrealistas y expresionistas. Y, para terminar, ese final prodigioso, no por intuido menos genial, en vísperas del comienzo de la primera guerra mundial que destruye para siempre el código de honor de esa sociedad aristocrática y fosilizada y que se lleva con el viento ese mundo de terratenientes, bailes, palacios y cortes de la dinastía de los Habsburgo.
Fuente: unlibroaldia
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