Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi





La visión que Tabucchi ofrece de la dictadura de Salazar no parece obedecer a vivencias portuguesas sino italianas. No digo que no sean portuguesas, digo que no lo parecen. Y es que cuesta creer que Tabucchi haya conocido el Portugal de la dictadura de Salazar. Los que vivimos la paralela del franquismo –Tabucchi y yo somos prácticamente de la misma edad–, envidiábamos a quienes como él pudieron observarla a distancia, en aquella Italia del plan Marshall democratizada por la victoria de los aliados. Para nosotros el franquismo, como el salazarismo, no es un territorio de la imaginación, sino de la memoria. Y la imaginación no alcanza siempre donde llega la memoria.

Imagine el lector a un periodista en la Portugal de 1938 un poco bobalicón y fofo, o, si quieren, simple y falto de carácter, que, viudo, y en la pronunciada cuesta abajo de su vida, habla a diario con el retrato de su difunta. Pues bien, un buen día, tras la lectura del artículo embrollado y confuso de un joven colaborador espontáneo, alocado y muy rojo, que es casi como decir que por arte de birlibirloque, comienza a experimentar trascendentales cambios de opinión tanto sobre la realidad política circundante como sobre la vida en general. Si ya el motivo de tan repentina mudanza resulta harto sorprendente, más sorprenden, y hasta pasman, las incoherencias del propio Pereira como personaje. De heraldo y testigo de su propia decadencia física y moral, pasa a ser importante animador de la vida cultural portuguesa merced a unos artículos sobre literatura francesa. Abúlico y casi desfalleciente, es capaz, sin embargo, de darse un baño en las aguas del Atlántico y llegar hasta las boyas para poder mirar por encima del hombro a un musculoso bañista con el que se pica. Timorato y huidizo, se decide a desafiar a la aterradora policía salazarista, protegiendo a un muchacho cuyas ideas no comparte y cuyos escritos apenas comprende.

Ya sé que la ambigüedad está en la vida y es un valor de más que sirve para habilitar a muchas obras de arte. Pero la ambigüedad no tiene por qué ser contradicción ni mucho menos disparate. Nuestro novelesco sostenedor, el tal Pereira, habla, por ejemplo, con un camarero cualquiera sobre sus cuitas de neonato antisalazarista y lo que encuentra es –pásmense–, no una denuncia, o la boca cerrada a cal y canto de su interlocutor, sino algo que va más allá de la mera comprensión. Encuentra camaradería, compadreo, solidaridad. Y así también cuando habla con el médico, y con todo aquel con el que Pereira habla contra el Régimen. Por ejemplo, con un cura, don Antonio, su cura de siempre, que de esa guisa es Pereira. ¿No imaginan la respuesta del cura? Le viene a decir que no se mortifique por su antifranquismo, que Franco es condenable porque persigue a los curas vascos. ¿De qué país, de qué dictadura nos habla Tabucchi? Ni siquiera en mis años universitarios –aunque poco después todo el mundo fuera ya antifranquista–, era posible expresarse así entre compañeros de facultad, mucho menos con los camareros, nada digamos con los curas, si no querías que los grupos fascistas te rompieran la cabeza o la policía te detuviera. Hablo de los primeros años sesenta. Qué decir del Portugal de treinta años antes. Si no es una broma es un cuento de hadas. Y en ese sentido debo decir que Sostiene Pereira funciona a la perfección. Un pequeño cuento de hadas, donde un tal Pereira, cincuentón, fondón, conservador y timorato, recibe la visita de un delicuescente Pepito Grillo y se vuelve vigoroso, valiente, osado, guasón y revolucionario. En el capítulo final, antes de huir, Pereira deja, listo para publicar, su artículo antisalazarista, Pero ¿a dónde huir, para escapar de la terrible PIDE, con las fronteras cerradas por la guerra de España?: no se me ocurre otro sitio que a Europa. Pero no a la de entonces, sino a esta de finales de siglo que ha logrado la unidad de mercado en lo universal y desarrollado un gusto por lo amable muy propio de la tercera edad, gusto que se hace devoción si además de amable es aparente.

La dictadura salazarista evocada por Tabucchi es tan meliflua que muy poco tiene que ver con la del frío camastrón de Coimbra, aquel Oliveira Salazar que tanto se solazaba, ante la gran indiferencia de Europa, con el juguete cruel de su dictadura en ese olvidado rincón de la península ibérica. Ahora, tras la lectura, de Sostiene Pereira, todos contentos. Lo dicho: amable y aparente. O sea, que sigamos siendo felices y comamos muchas perdices.





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